miércoles, 27 de julio de 2011

¡Felicidades, grandulones!

Hace dos años empecé a dar clases en un par de programas de Maestría en Ciencias de la Educación. A lo largo de estos dos años he combinado mis actividades ordinarias con algunos módulos de los programas del Instituto de Estudios Universitarios, en sus planteles del Distrito Federal y de Salamanca, Guanajuato. En ambos casos, he tenido la dicha de contar con maravillosos alumnos, que han conseguido obligarme a renovar constantemente mis compromisos como docente. En total, han sido cuatro generaciones con las que me ha tocado compartir las aulas. Dos de ellas han terminado ya su programa en Salamanca; por cuestiones de agenda, no pude ser testigo de sus ceremonias de terminación de cursos, cosa que sin duda me hubiera encantado. En el caso de DF, las circunstancias se dieron para que hoy pudiera acompañar en su ceremonia de clausura a una generación a la que tuve la dicha de acompañar los dos años de su Maestría, trabajando con ellos 4 seminarios de investigación y preparación de sus Tesis.

Son muchas las cosas que cruzaron por mi cabeza y mi corazón esta noche mientras los veía desfilar recibiendo sus diplomas. Hace dos años acepté una invitación de último minuto para impartirles el primer seminario de la serie. La forma en que se dieron las cosas se asemejaba mucho al modo en que conseguí mi primer trabajo como profesor hace casi doce años —docente de secundaria en aquel entonces—. "¿Puede empezar mañana?" Así, sin tener muy claro el contenido de la misión, terminé aceptando hace dos años como lo había hecho una década antes.

El grupo que recibí en 2009 y que hoy concluyó oficialmente su programa, resulta único como cualquiera de mis grupos. Pero tiene un elemento en común con las cuatro generaciones con las que he trabajado: en su mayoría, se trata de docentes que ejercen su labor en el sector público, en todos los grados de la Educación Básica —Preescolar, Primaria, Secundaria—. En todos ellos —como en mis alumnos de Salamanca y en el resto de mis alumnos del DF— he encontrado ganas de hacer mejor las cosas. Y en la mayoría de ellos me he topado con un auténtico compromiso como formadores.

Hoy, al ver a este grupo subir para recibir su reconocimiento tras dos años de estudio, no pude evitar preguntarme una vez más: ¿qué falla entonces? ¿Dónde está el origen de la tragedia de nuestro sistema educativo? No soy ingenuo. Sé bien los muchos elementos que se conjugan para tenernos hoy donde estamos. Pero no dejo de creer que existen miles de maestros en todo el País que están dispuestos a hacer mejor las cosas. Cambiar las cosas.

Hoy, mis 26 alumnos maestrantes —como los otros que he tenido en diferentes momentos—, llevan en sus manos nuevas responsabilidades, nuevos compromisos. Tienen la obligación de ir más allá de las ceremonias: les toca llevar a los demás parte de su propia transformación. Al final del acto académico tuve oportunidad de felicitar nuevamente a cada uno de ellos. Con cada abrazo quería decirles "No olvides que eres responsable de reproducir el compromiso que has descubierto", "No olvides este día y conviértelo en combustible para transformar a otros y transformar el mundo que hoy tenemos". Porque, como les dije en nuestra última sesión hace un par de semanas, creo que ninguno puede estar hoy conforme con el mundo en que vivimos.

Mientras los felicitaba, tuve también ocasión de ver los rostros de orgullo de sus familiares. Especialmente poderosas resultaban las miradas de sus mamás y papás, para quienes sin duda este logro de sus hijos representa mucho más de lo que muchos imaginamos. Confieso que me sentí identificado con ese sentir. Y es que igual que durante los últimos 12 años me he emocionado y sentido profundamente orgulloso de cada uno de los niños y adolescentes que he visto llegar a una meta, hoy me conmovió profundamente ver la satisfacción experimentada por mis nuevos colegas.

Con frecuencia mis alumnos más pequeños, los de preescolar y de los primeros grados de primaria, me preguntan si tengo hijos. Les respondo siempre que no pero sí: "No tengo hijos", les digo, "pero ustedes 500 —los 500 niños de la escuela— son como si lo fueran." Es cierto pero miento en el número. Porque durante 12 años son mucho más que 500. Y a esos sumo ahora grandulones como éstos que hoy me hicieron sentir auténticamente orgulloso.

Hoy mi mayor deseo es que ellos, como el resto de mis alumnos, conserven la perseverancia y el ánimo que les permitió llegar a esta meta. Que disfruten sus logros, pero que nunca abandonen los nuevos compromisos que adquieren con cada meta alcanzada. Así sea.

jueves, 21 de julio de 2011

¡Feliz cumpleaños Mac-Lujan!

Una inesperada sesión fuera de programa vino a coronar tres días de reflexiones aquella última semana de mayo. La gente abandonaba la sala del CCCB tras finalizar el panel "McLuhan, art and media", último evento oficial de la Conferencia McLuhan Galaxy: Understanding Media, Today, organizada por la Universitat Pompeu Fabra y el IN3.

Mientras el recinto quedaba vacío, permanecí unos minutos para intercambiar ideas con Sergio Roclaw, de Brasil, quien esa mañana había presentado un interesante trabajo sobre las ligas entre el pensamiento de McLuhan y la fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty. A punto de despedirnos, se acercó Robert Logan y con la espontaneidad a la que nos había acostumbrado en esos días preguntó si queríamos “acompañarlos” a cenar. No estaba claro quiénes formarían la comitiva, pero cenar con Bob, como lo llamaban todos en la conferencia, era en sí mismo una oportunidad difícil de rechazar.

Pero, ¿quién es Bob Logan? Físico de formación inicial, Logan conoció a Marshall McLuhan a finales de la década de 1960, iniciando entonces una etapa de colaboración con el afamado profesor canadiense en torno a la ecología de medios y la evolución del lenguaje. Esa relación marcó para siempre la vida de Bob. O al menos eso se deduce de la forma en que evoca las memorias de poco más de una década compartida, etapa que concluyera con la muerte de McLuhan en 1980.

Pero el “nosotros” con el que compartiría la mesa esa noche resultaba más amplio: Cristina Miranda (de IN3), Steven Kovats (de Transmediale Berlin), Janine Marchessault y Bruce W. Powe (ambos de la Universidad de York) —así como las hijas de Bruce y Bob, quienes habían acompañado a sus padres en la travesía catalana—.

Mientras el peculiar grupo seguía a Bob a través del barrio del Raval, me preguntaba cómo se había producido semejante oportunidad. Llegamos a un acogedor restaurante en el que nuestro “guía local” —Logan— había cenado en visitas previas. Durante la noche, mientras se desarrollaban conversaciones cruzadas, paralelas, integradas y demás, no dejaba de sorprenderme la suerte de estar sentado a la mesa con mentes tan portentosas, entre ellas dos discípulos directos de McLuhan (Bob y Bruce).

Hablamos de comida: de tapas, gazpachos, vinos y membrillo (descubrí entonces que no existe traducción posible para describir con precisión el tradicional postre); hablamos de México: su magia y su inseguridad, de los siempre entusiastas deseos de los extranjeros por conocerlo, de los barrios de la Ciudad de México que Bob describió con gran precisión, refrendando la lucidez de genio que había mostrado en los días previos; por supuesto, hablamos de McLuhan, desde las anécdotas personales hasta algunos de sus conceptos célebres, incluido el tétrade, con el que jugamos un rato aplicándolo a fenómenos como Lady Gaga, aprovechando la oportunidad de explicar el funcionamiento de la propuesta Mcluhaniana a la hija de Bruce.

En un momento de la noche, Janine Marchessault hizo notar que, según nuestra lengua materna, los ahí reunidos pronunciábamos el apellido McLuhan de diferentes maneras, subrayando que le gustaba la fuerza que le imprimíamos los hispanoparlantes.
“Mac-Lujan”, expresó, marcando la /j/ con fuerza. Comenzó la ronda de pronunciaciones y de intentos por imitar a los demás. Al final, la mayoría coincidió con la apreciación de Janine y la atracción del /mac-lujan/ frente al contraído /mcluhn/ canadiense.

Esa noche de miércoles se cerraban tres días de intensas reflexiones y al mismo tiempo iniciaban muchas cosas. De camino a la residencia donde me hospedaba, me puse a reflexionar sobre el camino que me había conducido a McLuhan Galaxy.

A pesar de mi formación en Ciencias de la Comunicación, iniciada en 1994, tuvieron que pasar muchos años y muchos accidentes para que mi mente se ocupara de las ideas de Marshall McLuhan. El encuentro nació, curiosamente, desde la Pedagogía, y no en mi formación universitaria. A lo largo de la licenciatura el nombre del pensador canadiense surgió más de una vez, pero nunca profundizamos en él más allá de los lugares comunes, mismos que en la última década se han acrecentado en cantidad e intensidad. A veces pienso que McLuhan es de esos personajes a los que se les cita con exagerada frecuencia. Y se le cita sobre todo para afirmar que “adivinó el futuro”: internet, la globalización, las llamadas “redes sociales”. Se usan sus aforismos para describir una realidad que hoy es evidente y que hace tres décadas a muchos les sonaba a ciencia ficción.

Cierto es que McLuhan describió elementos de un mundo que no alcanzó a conocer en plenitud. Pero, ¿adivino? Al término de McLuhan Galaxy, Carlos Scolari, anfitrión del evento, publicó en su blog Hipermediaciones una contundente reflexión contra la "futurología" o el "McLuhan Nostradamus".

Puede sonar divertido y hasta a homenaje eso de calificar a alguien como profeta o adivino, pero resulta también un juego peligroso. Porque el adivino hace eso: adivina, sabe porque tiene un don o porque le ayuda la magia. Y sus dones no están al alcance del resto, los mortales comunes y corrientes. Por eso algunos preferimos pensar en McLuhan como un visionario que hizo mucho más que imaginar el futuro: leyendo el presente, construyó herramientas para que otros fuéramos capaces de hacer lo mismo que él. Claro: para igualarlo se requiere sensibilidad y talento. Pero no magia.

Pese a los argumentos de muchos de sus detractores, en el pensamiento de McLuhan hay una lógica innegable, una manera de aproximarse a la realidad. Verlo como profeta nos ata las manos: uno solo puede acreditar sus aciertos o criticar sus yerros. En cambio, asumirlo como el visionario que supo registrar sus ideas y construir con ellas pautas para mantenernos vigentes en la lectura del presente, nos obliga a asumir la responsabilidad de recuperar sus ideas, ponerlas a prueba, reformularlas cuando nos parezca necesario. Nos lleva a la acción.

Hoy, a cien años del nacimiento de McLuhan, me emociona retomar e imprimir fuerza a mi Tesis Doctoral, en la que sus ideas juegan un papel clave. Espero pronto estar escribiendo aquí algo de eso. Mientras, celebro a mi manera y comparto mi texto “Educación y Lenguaje de las Pantallas”, con reflexiones detonadas por mi lectura de Understanding Media hace un par de años y publicado hace unos meses en Virtualis, revista electrónica del Tec de Monterrey dedicada a la Sociedad de la Información y del Conocimiento.

¡Feliz centenario, Mac-Lujan!

jueves, 7 de julio de 2011

Por Amaya Con Amaya Contra el Cáncer

Amaya sigue adelante. Hace unos meses empezó a generarse una cascada de apoyo para ella. Hoy, se busca que el apoyo vaya más lejos, para respaldar a madres jóvenes con cáncer. Folio 50075 en Iniciativa México. Durante julio, la manera de apoyar es respaldando y difundiendo la iniciativa en redes sociales.

martes, 5 de julio de 2011

Explorando...

¿Me permites unas palabras desordenadas? ¿Un arrebato sin pies ni cabeza? Al menos eso podrá parecerle a algunos. Otros, quizá, se sentirán con los elementos suficientes para reunir las piezas y construirse una versión de lo que me trae hoy aquí. Unos cuantos quizá acierten en parte, pero sería difícil que alguien llegara a comprender del todo lo que yo mismo no tengo claro.

¿Puedo divagar unas líneas? Podría hacerlo en el Moleskine, cierto. Y es que estas palabras hoy no tienen un destinatario modelo. No esperan ser leídas y mucho menos contestadas por nadie, y menos por alguien en particular. Y, sin embargo, se resisten al anonimato eterno al que quedarían condenadas de ir a parar a una de las libretas que tengo en el buró.

Anonimato. He pensado tanto esta tarde en esa línea delgada que hoy separa nuestras vidas públicas de eso que llamamos todavía "intimidad". Algunos hemos apostado por convertir parte de nuestras vidas en material de dominio público. Vale, exagero un poco. Pero lo cierto es que quienes, como yo, hemos apostado por llevar parte de lo que somos a redes como ésta (y aquellas en las que termine apareciendo algún enlace para llegar hasta aquí), estamos con ello diluyendo esa sutil frontera.

Hace casi cuatro años que mi vida (o al menos parte de ella) ha venido quedando registrada en lugares como éste. Y en todos los casos, a la vista de cualquier curioso. (La excepción a ello es Facebook, donde por la naturaleza de la red he mantenido los filtros de privacidad en un mínimo necesario, que de cualquier modo no exenta de que uno quede relativamente expuesto a los ojos de decenas de "amigos" a los que no he visto en años o con los que apenas compartí una relación superficial.)

Esto no significa que en Twitter, Blogger y WordPress esté mi ser por completo, no es sencillo a partir de lo ahí expuesto reconstruir mis "generales" ni tener claridad absoluta de mi pasado. Pero hay algo que sí está a la vista de cualquiera. Creo que las ideas arrojadas a estas redes, incluso las exploraciones más crípticas, terminan desnudando quizá lo más íntimo que pueda tener un ser humano: el alma.

Claro que tal exposición es siempre relativa, pues muchas veces está sujeta a las interpretaciones del lector, quien, según conozca más o menos elementos de ciertas facetas de mi vida, podrá atar más o menos cabos que otros. Pero las piezas, me parece, están ahí, indiferentes ante el uso que quiera darles quien sea que decida recogerlas.

¿A qué voy con todo esto? No tengo idea. Sé que hoy, aquí, solo —como termino estando al final de cada día en este lugar que a veces siento tan lejos de todo—, siento la inmensa necesidad de un diálogo que me ayude a comprender. Y a falta de interlocutor, termino como siempre acudiendo al intercambio de ideas conmigo mismo, escribiendo.

Hoy se me han acumulado las lecciones. Frases que uno escucha a lo largo de toda su vida, se arremolinan y vienen a decirme algo así como "te lo advertimos". A algunas les doy la razón, a veces con satisfacción, a veces con dolor. A otras, las sigo sometiendo a mis eternas dudas. Prefiero enviarlas al cajón de esas afirmaciones tentativas que uno está dispuesto a esperar toda la vida para ver si puede rebatirlas. Muchas de esas lecciones se relaciona con aquellas máximas que nos enseñan a desconfiar del otro: el ser humano no es digno de confianza, así que habría que dudar siempre de sus verdaderas intenciones, so pena de caer en la ingenuidad y ser víctima de la maldad del otro. Lecciones de los herederos de Hobbes que verán siempre al hombre como lobo del hombre. Pero cuando uno es "rousseauniano", se empeña en creer que el ser humano es bueno por naturaleza.

No quiero sonar a profesor de moral. Lejos estoy de ser digno de decir qué es bueno y qué es malo, menos de juzgar la conducta de los demás. Contradicciones las tenemos todos. Pero hay conductas que hieren. Y hay heridas que nunca sanan. A mí, por razones que no estoy seguro de tener claras, me sucede en particular con las conductas que encierran deslealtad o traición. Me refiero a una cierta manera de mentir. Y entro a un terreno que puede llevar tratados explorar, pero me arriesgo.

Hace unos meses vi la película The Invention of Lying, que expone crudamente —y con extraordinario humor— de qué manera la mentira es esencial para la humanidad. La película no pretende ser una apología de la mentira: simplemente muestra las funciones que mentir puede cumplir en diferentes ámbitos. La mentira como nota distintiva del ser humano, frente a cualquier otra creatura sobre la tierra.

Y, sin embargo, hay de mentiras a mentiras. Y es aquí donde me cuesta trabajo seguir la argumentación, pues no consigo identificar los criterios que separarían a una mentira corriente de aquella que, por sus intenciones o por la forma en que se pronuncia sistemáticamente, conduce al desprecio por el otro. Intento ilustrar mi "argumento": la mentira de quien busca un beneficio personal a costa de un tercero; la mentira que lastima a quien entrega parte de sí en una relación; la mentira que alimenta ingenuamente una esperanza que se sabe infundada... En todos los casos, sé que existen ejemplos y contraejemplos. Pese a ello, creo que se entiende a qué tipo de mentira me refiero.

Supongo que de alguna manera todos mentimos y quizá a diarios. Supongo que es parte de garantizar cierto mínimo de estabilidad en la convivencia. Pero no todos engañamos o traicionamos, o no al mismo nivel. ¿Es más tolerable un engaño que otro? No tengo idea. Pero, sin ánimo de caer en un falso ejemplo de moralidad, pienso que sí hay fronteras y que, sobre todo cuando se habla de relaciones con personas a las que queremos o por las que sentimos cierto afecto y respeto. En estos casos, me atrevo a decir que existe cierto consenso sobre la necesidad de que exista un nivel mínimo de honestidad y sinceridad.

Conecto aunque sea indirectamente con el asunto de la vida pública que algunos exponemos en estos espacios. La dimensión pública de mi vida, me ha ayudado a valorar la honestidad como algo preciado, difícil de construir.

Desde que tengo memoria, me he conducido cuidando un imperativo moral muy claro: asumir responsabilidad plena de cuanta palabra pronuncie o escriba. En otras palabras: nunca decir no escribir nada que no esté dispuesto a sostener en cualquier contexto. Se trata, lo admito, de un imperativo complicado y, como tal, seguramente más de una vez lo he traicionado. Pero incluso en esos casos, me atrevo a decirlo, he terminado aceptando mis responsabilidades frente a quienes han sido afectados, directa o indirectamente, por mis palabras.

Ingenuamente, vivo mi vida creyendo que ese imperativo es categórico y rige la vida de cuantos me rodean. Y muchas veces he tomado decisiones sin dudar de la palabra de los demás. ¿Por qué habría de dudar?

He dado muchas vueltas. Y quizá no he dicho nada, pero intento ayudarme a procesar cosas que han salido a flote en los últimos días y horas, mostrándome que quizá tienen razón quienes critican mi romántica ingenuidad y mi confianza a priori en los demás. Y, a pesar de la dolorosa realidad, a pesar de contar con evidencia de la manera en que a mis espaldas y en mis narices se ha fraguado en contra de la verdad que se me enuncia, a pesar de contar con evidencia del modo en que a mis espaldas y en mis narices se han reído de mí y me han calificado de imbécil, de ciego, de acomplejado, de soberbio, de intolerante..., a pesar de contar con evidencia de cómo a mis espaldas y en mis narices se ha dicho x cuando en el cara a cara se afirma y... A pesar de todo, no puedo sino seguir creyendo, porque la vida desconfiando permanentemente del otro, me parece una vida indigna.

Duele. Sí. Duele que de un modo así uno tenga que sacudirse la cabeza y reconocer que regalar su confianza puede exigir un precio alto. No obstante, en mi propia naturaleza está, supongo, seguir apostando a poner esa confianza incondicional de entrada. Porque la confianza bajo condiciones nunca será confianza. O al menos eso he creído siempre. Y asumo que eso seguirá generándome costos. La diferencia hoy es que soy un poco más consciente de ello. Supongo que eso representa un avance.

Hoy, probablemente en algún lugar alguien ríe y celebra que ha logrado lastimarnos. En nosotros, en las manos de cada uno, está la posibilidad de hacer de esa conciencia una oportunidad para sobreponerse y perdonar, evitando caer en las redes del rencor y el resentimiento.

Todos —o casi todos—, en el discurso defendemos las leyes de la justicia —humana o divina—. Y todos —o casi todos—, ante ciertas injusticias dudamos de nuestras propias afirmaciones y estamos dispuestos a tramar el modo de apoderarnos de tal justicia y hacerla operar en nuestras manos, convirtiéndonos en amos y señores de la verdad. Hoy no quiero jugar ese papel. Quiero perdonar y pedir perdón. Pero descubro lo difícil que son ambas acciones cuando nuestro interlocutor no está en la misma disposición. Me dicen que no hace falta, que lo importante es sanarnos nosotros mismos. Pero vaya que duele sanar de ese modo.

Quizá venir aquí a divagar de este modo sea una manera de purificarme. Duele, pero me siento tranquilo. Hoy, sigo siendo capaz de mirar a los ojos a cualquiera y mantener mis palabras, asumir responsabilidad sobre ellas. Eso me permite caminar ligero. Me siento en paz. Eso no quita, por supuesto, que me gustaría recuperar los costos que se han generado en el camino. Pero no quiero atarme al pasado. Quiero mirar hacia adelante y vivir en plenitud mi presente.

El tiempo, dicen, cura todo. Supongo que es cierto. En las manos del tiempo encomiendo las heridas de mi espíritu. Y en mi voluntad reafirmo mi compromiso con trabajar, como hasta hoy, por la congruencia y la integridad a las que todos de alguna manera aspiramos.