jueves, 26 de mayo de 2011

A favor de la indignación y contra la indiferencia

«Os deseo a todos, a cada uno de vosotros, que tengáis vuestro motivos de indignación. Es un valor precioso. Cuando algo te indigna como a mí me indignó el nazismo, te conviertes en alguien militante, fuerte y comprometido. Pasas a formar parte de esa gran corriente de la historia, y la gran corriente debe seguir gracias a cada uno. Esa corriente tiende hacia mayor justicia, mayor libertad, pero no hacia esa libertad incontrolada del zorro en el gallinero.»
Stéphane Hessel, ¡Indignaos!

No es casual que los manifestaciones en las plazas de España hayan encontrado en el adjetivo de "indignados" su común denominador. La indignación ha sido siempre el motor de la resistencia, como señala Hessel en su alegato en contra de la indiferencia, publicado originalmente en Francia hace apenas unos meses y que en castellano ha merecido al menos ya cinco impresiones desde su publicación inicial en febrero pasado.

No voy a extenderme aquí todo lo que quisiera. Pero sí quiero retratar —consciente de toda mi subjetividad, derivada de la empatía que he sentido con los indignados en Barcelona— mi breve experiencia al recorrer el domingo 22 de mayo la acampada que lleva ya varios días en Plaça Catalunya.

Es probable que la primera impresión al acercarse a la plaza sea de cierto rechazo ante la saturación de mantas y consignas colocadas por doquier; es posible que cierta sensación de suciedad o desorden 'contamine' la percepción inicial. Sin embargo, basta dar unos pasos, sumergirse en el espíritu de la denuncia, para sentirse identificado con más de una frase. Inicia así el camino hacia el reconocimiento de cuando menos una parte de uno mismo entre los manifestantes. Una vez iniciado ese proceso, no hay marcha atrás.

"Aquesta és la plaça del poble!", reza una de las primeras consignas con las que me he topado. Y la historia de Plaça Catalunya lo corrobora. Sí: su explanada ha sido testigo de mucho más que las celebraciones de los triunfos del Barça.

Acostumbrado a las manifestaciones que suelen darse en México, una de las primeras cosas que me llama la atención es que nadie se ha apropiado del movimiento. "Lo han intentado algunos", me dice uno de los indignados, "pero no los han dejado. Esta lucha no es una sola lucha, son todas las luchas, y no es la de un grupo o persona. Ya se han reunido las agrupaciones socialistas y trosquistas de Barcelona para ver cómo beneficiarse de esto, pero no es posible, no los van a dejar. Algunos han intentado subir sus discursos, pero en cuanto la gente detecta eso, los callan, los abuchean. No dejan que nadie se apropie del movimiento o hable en nombre de todos con consignas particulares." Uno tiene la impresión de estar ante un tipo diferente de manifestación. El testimonio de uno de los que se han sumado a los jóvenes ayuda a corroborar esa idea: "Yo que estoy siempre en las manis, veo que esto es otra cosa. Ha salido el pueblo. En las manis somos siempre los mismos, aquí no, esto es distinto."

La acampada se ha organizado en comisiones permanentes cuyos miembros son todos los que quieran cuando quieran. Nadie tiene monopolio de nada. Si uno quiere ser parte de algo se apunta y ya está. Los más involucrados son quienes terminan hacia la tarde organizando la Asamblea General que sesiona todas las noches. Durante la jornada, subcomisiones y comisiones sesionan democráticamente, formando círculos en diferentes áreas de la plaza. Se proponen contenidos, se debaten, se llevan registros. Se votan las propuestas y se llevan al siguiente nivel, hasta la Asamblea General.

Recorro algunas de las sesiones y encuentro constantes. La mayoría de los participantes son jóvenes, pero hay también personas mayores que emocionados piden la palabra para decir lo que siempre quisieron decir y para lo que nadie les había prestado oídos en mucho tiempo. Algunos de los mayores dicen lo que tienen que decir y se marchan sonriendo, con una peculiar satisfacción en el rostro, como diciendo "he puesto mi parte" o agradeciendo la posibilidad de que los jóvenes les escuchen realmente. Otros se quedan durante las sesiones completas. Algunos más van de paso y, tras observar la dinámica de los indignados, se acercan a ellos para felicitarlos, para animarlos a seguir, para manifestarles una suerte de solidaridad y respaldo que en todo momento es acogida con entusiasmo multiplicador por los manifestantes.

En una de las comisiones no me han dejado hacer una foto. Una señora se me ha acercado respetuosamente: "Los chicos han pedido que no se tomen fotos en la sesión, temen que las fotos se usen después para identificarlos y tomar medidas de represión en su contra", explica para justificar la restricción que carece de sentido. De igual modo acepto su petición y una señora a mi lado es quien reacciona alegando a la primera que debería haber libertad de hacer esas fotos: "Si no están haciendo nada malo, ¿qué temen? Nadie los va a reprimir." La primera trata de insistir en su argumento sin éxito.

Decido ir a otra sesión y la segunda mujer me acompaña durante unos metros: "Esta gente no tiene trabajo porque no quiere. Deberían estar estudiando, además. Ahora son los exámenes y aquí están. Han acondicionado un lugar para estudiar y solo había tres chicos". Tiene razón, al menos en parte. Pero estos chicos no reclaman trabajo a secas. Es otra cosa. Les indigna un sistema injusto que les ofrece trabajo a cambio de valores que ellos —o al menos algunos, con quienes me identifico plenamente— consideran superiores. ¿Estudiar? La argumentación de la mayoría de ellos en las comisiones y asambleas demuestra que estudian bastante. No sé si sea en la universidad o dónde, pero estos chicos leen y piensan, discuten, debaten, proponen. En la comisión de economía se ha debatido con seriedad sobre la filosofía del decrecimiento, mientras en educación me ha tocado escuchar —además de todo el romanticismo propio de los educadores— propuestas concretas con miras a garantizar una revisión de la orientación de la currícula y una mínima continuidad en los programas del sector.

Cierto, también hay otros que han querido hacer de la acampada una fiesta. "La Revolución no es Botellón", dice una manta en la parte centra de la plaza. Otros carteles son más claros: "Esto no es un puto botellón". Pese a ello, los paquis se pasean entrada la tarde con su inconfundible pregón de "Cerveza, Beer... Cerveza, Beer...".

Algunas pinceladas más de la jornada. Espacios para que los niños jueguen y hagan manualidades. "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar", reza una manta gigantesca de cara al Corte Inglés. Presentaciones culturales para todas las edades. "Democracia Real, Ya" se lee en varios carteles. La impecable organización de los voluntarios en el área de cocina. "Yes, we camp", es el lema que han ido adoptando con miras a dar proyección global al movimiento. Alrededor de las fuentes se ha empezado a trabajar con el pasto y se ha cercado ya un huerto. "La vida la marcan las oportunidades, y ésta es una." El micrófono en la plaza centra está siempre abierto; quien tiene algo que decir va y lo dice. "El conocimiento nos hace responsables." Una pequeña zona de biblioteca ha ido creciendo durante la jornada; ya se van catalogando los libros donados. Llega gente a donar también alimentos. Una camioneta trae equipos diversos: impresoras, escritorios... un refrigerador que es aplaudido a su paso. La comisión de difusión tiene, además de los portales en internet, estaciones de radio transmitiendo en la red y en tres frecuencias de radio libre. La logística es casi impecable. Más importante aún, es una logística espontánea, surgida de las necesidades y la indignación. Esa logística ha ido improvisando el equipo para las asambleas generales. Se mezclan altavoces, consolas, micrófonos. No hay equipos profesionales. Con lo que se tiene a la mano se logra improvisar algo suficientemente digno para que la asamblea se lleve a cabo cada noche con éxito.

A las nueve de la noche en punto, la cacerolada. Veinte minutos de cacerolas, botes, llaves, aplausos. Después, la gente se empieza a sentar para la Asamblea General. Han trazado con cinta pasillos de emergencia que van dejando libres para el tránsito de las personas. Se presentan las propuestas. Se definen siguientes pasos. Se decide que la acampada se prolonga indefinidamente.

El movimiento crecerá, sin duda. Me cuesta trabajo saber en qué dirección. He escuchado muchas lecturas e interpretaciones. Muchas tiene lógica, pero admito que pocas me convencen. Los ejercicios de democracia real que se viven hoy en las plazas son una lección para el mundo. ¿Cuánto tiempo más podrán mantenerse con ese carácter? Ya surgen las primeras complicaciones logísticas y, de ellas, derivan poco a poco dificultades ideológicas. Parece que en algún momento harán falta liderazgos formales. Si llega a ser ese el caso, el movimiento enfrentará serias dificultades. Hay quien sugiere que los indignados lograrán mantener su democracia de consensos sin necesidad de cabezas visibles. Cuando una lucha es por todas las luchas, el riesgo está en lo que de incompatible pudiera haber entre algunas de ellas. Son todas las luchas, pero debe haber un factor común. ¿La indignación? Sí, pero la indignación concreta ante algo.

Yo también estoy indignado. Y como la gente que hoy acampa en diferentes plazas de España, encuentro el origen de mi indignación en un modelo perverso que, basado en el consumo y el crecimiento económico como valores supremos, ha dejado de lado la vida misma. No estoy seguro de cuál sea la mejor solución, pero coincido por completo con Hessel cuando afirma que la peor actitud es la indiferencia, pues solo de la indignación puede surgir el compromiso auténtico. Por ahí empiezan las cosas, pues, por indignarse.

Nota. En este álbum público en mi perfil de Facebook puedes encontrar algunas imágenes de mi recorrido por la acampada el 22 de mayo.

domingo, 22 de mayo de 2011

¿A qué vine a Barcelona?

Marshall McLuhan fue un visionario investigador que, entre muchas ideas, acuñó la idea de los medios como extensiones del ser humano. A él debemos también una anticipada lectura de lo que hoy es nuestra aldea global, además de un gran número de aforismos que han alcanzado el título de "clásicos" entre los estudiosos de la comunicación, como aquel de "El medio es el mensaje". Dos de sus obras clave son The Guntenberg Galaxy y Understanding Media, publicados originalmente en 1962 y 1964, respectivamente. En unas horas inicia en Barcelona la conferencia internacional McLuhan Galaxy 2011 — Understanding Media, Today.

McLuhan es uno de los pensadores clave en mi propuesta para la tesis doctoral. De ahí mi entusiasmo por asistir a este evento durante los próximos tres días. La ocasión sirve también para ver en persona a mi directora de Tesis y comentar con ella algo sobre mis primeros pasos en el proyecto.

Mi estancia ha coincidido además con la acampada de "indignados" en Pl. Catalunya. Estuve este domingo ahí prácticamente toda la jornada. Muchas imágenes y, sobre todo, muchas ideas para poner aquí, sobre mi humilde mesa digital.

Ambos temas (McLuhan y la #acampadabcn) tienen conexiones importantes. Sobre ambas cosas estaré comentando aquí y en Twitter en los siguientes días.

domingo, 15 de mayo de 2011

León no merece este Teatro

[Nota. He leído con calma lo que escribí y admito que puede molestar cierta pose elitista en mi texto. Es posible que alguien encuentre en mis palabras, además de una postura sibarita, un desprecio por la gente de esta ciudad en la que hoy paso los más de mis días. Admito que hay en mis afirmaciones ciertas generalizaciones que bien admiten excepciones. Mi única intención es dar salida a una inquietud personal que, seguramente, bien puede rebatirse o ponerse en duda.]

Triste, dolorosamente, anoche volví a pensarlo: esta ciudad no se merece su Teatro del Bicentenario.

Pasé prácticamente todo el sábado en el Forum Cultural Guanajuato, en León. Un espacio que siempre me ha parecido pertenece a otra dimensión.

En la mañana llegué al Auditorio Mateo Herrera para la transmisión de La Valquiria, cerrando la temporada 2010-2011 de el Met en vivo y HD. Un detalle técnico en la complicada máquina sobre la que se construye la nueva producción del Ciclo del Anillo dirigida por Robert lapage para el Met de NY, provocó el retraso de la función, que inició poco antes del medio día. Cinco horas y veinte minutos en los que la obra de Wagner me condujo por todos los rincones del alma. Debora Voigt, Eva-Maria Wesbroek, Stephanie Blythe, Jonas Kaufmann, Hans-Peter Köing y Bryn Terfel, bajo la conducción del maestro James Levine, imprimieron a la partitura de Wagner la fuerza necesaria con una dosis de realidad y emotividad que solo los grandes consiguen.

Fue mi primera vez en el Mateo Herrera, y quedé gratamente complacido. Sus terrazas y salas tipo lounge resultan cómodas alternativas para los intermedios, que pueden completarse con vino y bocadillos que ofrece la cafetería.

En el público de una sala para 260 personas, menos de un centenar —varios de ellos extranjeros— disfrutaba la transmisión. Así es: en una ciudad con casi un millón y medio de habitantes y cuya zona metropolitana disputa con Toluca la quinta posición entre las más grandes del país, menos de cien personas decidieron esa mañana ir a la ópera. Mi sorpresa se acentuó, quizá, al estar acostumbrado a las abarrotadas transmisiones que esta misma temporada presencié en el Auditorio Nacional.

Pero mi sorpresa —mi tristeza— aumentó en la noche, al asistir al Teatro del Bicentenario a un concierto de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, cuyo programa incluyó la Suite Orquestal de "El Cid" de Massenet, selecciones de "Carmen" de Bizet y las "Danzas Sinfónicas" de "West Side Story" de Bernstein.

Hace un par de meses tuve oportunidad de asistir a un concierto con la Orquesta Filarmónica de Jalisco en el mismo recinto, entonces casi recién inaugurado. Me sorprendió entonces el casi lleno total. En cambio, anoche estaban ocupadas quizá la mitad de las 1,500 butacas del que ha sido presumido por el Estado como "el mejor teatro del País en 100 años". Recordé entonces que los leoneses tienden a abarrotar todo lo que es nuevo... claro, mientras es nuevo.

La OSUG ofreció una destacada interpretación de Massenet, mientras la batuta de Eduardo Álvarez, director huésped, alternaba entre dirigir a los músicos y contener los aplausos de parte del público que insistía en celebrar cada movimiento. Apareció después la soprano mexicana Violeta Dávalos para ofrecer un aria de "El Cid" y, tras un interludio de "Carmen", dos de las piezas más representativas de esta ópera de Bizet: la Seguidilla "Préz de ramparts de Séville..." y la Habanera "L'amour est un oiseau rebelle...".

Dávalos, Álvarez y los músicos de la OSUG lograron cautivar a pesar de los teléfonos celulares —que no solo sonaban, sino que ¡eran contestados! durante la función—, aunque la acústica del teatro no fuera suficiente para lidiar con los espectadores que encontraban cualquier momento propicio para comentar el programa, sus impresiones o cualquier otra inquietud que al instante atravesara su mente.

Tras el intermedio vino el momento que yo más ansiaba: las "Danzas Sinfónicas" que Leonard Bernstein estructuró a partir de los principales temas de su tragedia "West Side Story". La interpretación de la OSUG fue intensa y emotiva, destacando su sección de vientos —maderas y metales— y sus percusiones. En una variación a la presentación tradicional de las Danzas, Violeta Dávalos se incorporó en el adagio "Somewhere" para interpretar una versión vocal de la pieza. En general, la OSUG consiguió provocar todas las emociones que transitan a lo largo de la partitura de Bernstein. El movimiento final me atrapó ya con las lágrimas. El aplauso general me hace pensar que no fui el único emocionado.

Admito que, más allá de lamentar la falta de audiencia, por momentos me molestó mucho el ruido que hacía el público y el cinismo con el que alargaba sus conversaciones a pesar de los gestos de incomodidad que manifestábamos algunos. Quizá con cierta de soberbia, pero no sin convicción, llegó un momento en que recordé que nadie da lo que no tiene. ¿Por qué sorprenderme de las butacas vacías o de los celulares a media función, si estoy en la misma ciudad donde hace una semana, tras días de largas filas para conseguir entradas, la afición abarrotó su estadio de fútbol para terminar dando una de las más lamentables muestras de incivilidad deportiva? Para eso sí estamos buenos. O para invertir millones en la construcción y remodelación de un nuevo palenque que bien remite a una suerte de circo romano del siglo XXI. Ni el futbol ni el palenque tienen nada en sí mismos que los hagan denostables, pero no solo de futbol y palenque vive el hombre.

"Esta ciudad no merece este Teatro", volví a pensar mientras caminaba por la explanada del Forum al salir del concierto. "O quizá sí, quizá lo necesita justamente para que algún día los leoneses vean más allá del estadio y del palenque".

martes, 10 de mayo de 2011

¿A qué estamos jugando?

Ayer León Karuze soltó en Twitter un par de preguntas que pronto se instalaron en mi cabeza y la pusieron a dar vueltas. La pregunta de León derivaba a su vez de una nota publicada por Animal Político en la que se relataba el modo en que una familia capitalina jugaba en el parque a “los ejecutados”. A partir de ahí, León preguntó a sus seguidores en Twitter si la violencia había formado parte de sus juegos de infancia. El tema también fue parte de su pregunta del día en Hora 21 de Foro TV, indagando si uno observa cambios en los juegos de los niños en el contexto que hoy vivimos.

El tema me rondó tanto que sentí la necesidad de volcar algunas ideas por escrito.

Primero, una reflexión lingüística. Toda lengua tiene sus límites al momento de intentar abarcar la realidad. Algunos idiomas resultan a veces más adecuados que otros para referirse a ciertas ideas. Del mismo modo, ciertas cuestiones resultan con frecuencia más allá de las fronteras de cualquier código lingüístico, obligándonos a esfuerzos a veces francamente inútiles para lograr producir una mínima imagen común de ellas.

Al hablar del juego, la lengua española, como otros idiomas sin duda, encuentra una de esas peculiares limitantes. La acción de jugar y el juego como hecho son dos realidades que muchas veces coinciden en una misma definición, pero no necesariamente. No siempre jugar significa participar en un juego, pero las palabras para ambas ideas tienen la misma raíz.

En inglés no sucede lo mismo: la acción de jugar (to play) se distingue lingüísticamente del juego en el que se participa (a game). Esta distinción tiene pocas implicaciones en el caso específico que me ocupa, pero me ayuda a introducir una variante importante que existe en el término anglosajón play.

En castellano, si bien la Real Academia Española de la Lengua admite una amplia cantidad de acepciones para el verbo jugar, su uso tiende a centrarse en la connotación lúdica o en otras cercanas a ésta. En la lengua inglesa, el verbo to play tiene, además de la connotación ligada al juego, acepciones ligadas estrechamente al ámbito de la acción y la representación, en particular a la representación teatral. Play, como sustantivo, refiere, entre otras cosas, al texto y a la representación teatral.

Es este sentido de la palabra el que me interesa para de examinar el papel del juego.

Jugar es, en buena medida, representar una parte de la realidad. El juego es representación simbólica de un fragmento del mundo. Cuando juega, el niño interpreta un personaje, asume un rol al amparo de ciertas reglas que ordenan y dan sentido a su representación.

El juego implica en lo general un mínimo de reglas, incluso cuando una de éstas puede ser la negación de las mismas. Al jugar, suponemos una serie de condiciones que dan significado a las acciones de quienes participan en el juego. Algunos juegos son explícitamente simbólicos: cuando jugamos a “la escuelita”, a “policías y ladrones”, con muñecas, estamos representando ciertos roles y relaciones que recrean y transforman la realidad. Lo anterior es válido en prácticamente cualquier variante del juego: un encuentro deportivo, un juego de mesa, un video-juego, una ronda infantil.

A través del juego el niño —y la persona en general— desarrolla diversas dimensiones de su humanidad. La complejidad del juego está ligada con la inteligencia, la motricidad, la sociabilidad, la afectividad… Entre las muchas implicaciones y consecuencia del carácter simbólico del juego, tres me parecen altamente significativas al momento de reflexionar sobre los juegos de nuestros niños en el contexto que hoy vivimos.

Primero. Como representación de la realidad, el juego se enraíza en la cultura. Nuestros juegos viven una relación dialéctica con la realidad, son causa y consecuencia se la realidad en donde se desarrollan. Bajo esa premisa, considero estéril discutir bajo un limitado esquema de causa y efecto si la violencia del medio (y la violencia “pre-cargada” en ciertos juegos) hace violentos a los niños. El juego del niño nace y se produce en y con la comunidad a la que pertenece, y este hecho influirá necesariamente en las características del juego mismo.

Segundo. Durante siglos se ha debatido la naturaleza de la violencia en el ser humano. Ridículo de mi parte sería pretender resolver esa cuestión en unas cuantas líneas. Natural o cultural, la violencia existe y el juego ha sido históricamente una vía de expresión de la misma. Desde que en sus reglas aparece la idea de triunfo de unos y derrota de otros, la lucha se vuelve elemento constitutivo de no pocos juegos. En este sentido, el juego puede ser señalado como una vía cultural y socialmente legítima para canalizar nuestra violencia.

Tercero. El carácter simbólico y representacional del juego nos permite que éste se convierta en un terreno para poner a prueba ciertas conductas, ideas y valores. El territorio del juego es fértil para experimentar las diferentes dimensiones de la condición humana en circunstancias relativamente controladas. Por supuesto, esta experimentación tienen sus límites, de modo que extender el experimento fuera de ellos puede tener consecuencias terribles, de ahí la relevancia de las reglas que ayudan a delimitar y separar el juego de la “realidad”.

Concluyendo, al menos provisionalmente: a la luz de estas reflexiones, me parece que el juego como representación puede considerarse, en términos generales, un espacio adecuado y legítimo para la construcción del futuro. De ahí que minimizar o soslayar el papel cultural del juego sería lamentable, mientras que asumir conciencia de sus posibilidades, nos ayudaría sin duda a construir un mundo más humano.

El error el discurso de la Marcha Nacional

Tres breves apuntes previos.

Uno. El título de este texto, lo admito, pretende provocar. De ninguna manera me considero juez válido para calificar lo que es correcto y lo que no en el discurso de nadie. Me valgo de esta provocación para presentar mi opinión sobre algo que —desde mi entera subjetividad— no comparto con el discurso del movimiento encabezado por Javier Sicilia.

Dos. Pese a mi divergencia con el poeta en una de las premisas que encuentro en su llamado, comparto ampliamente su sentir —y buena parte de su pensar— con respecto a la realidad que hoy vive nuestro País. Tener una diferencia no significa que descalifique o mucho menos que me oponga a la necesidad de honrar a nuestros muertos y, sobre todo, actuar a favor de nuestros vivos.

Tres. Si algo ha vuelto a poner en evidencia la Marcha Nacional encabezada por Sicilia la semana pasada, es la dolorosa fragmentación de nuestra sociedad, el triste maniqueísmo con el que seguimos reaccionando ante las opiniones que difieren de las propias. Asumo, no sin lamentarlo, que esas divisiones harán que mi opinión sea descalificada a priori por muchos y rebatida —espero al menos con cierta racionalidad— por algunos. Es mi deseo que, de haber alguna respuesta, entre en ese terreno cada vez más olvidado donde gobiernan la argumentación y el diálogo.

Entrando, pues, en materia.

Diré primero que no estuve en la marcha. Desde que supe de los preparativos me pareció loable, pero nunca tuve intención de asistir. Admito que con el paso de los días —sobre todo una vez iniciada la caminata en Morelos, ciertas declaraciones de Javier Sicilia y el posterior entusiasmo de muchos a través de Twitter— estuve tentado a incorporarme al menos en algún tramo. Sin embargo, fueros las mismas reacciones desde Twitter las que terminaron haciendo que desistiera y, por el contrario, prefiriera dejar de estar pendiente del avance del movimiento y su conclusión final en el Zócalo capitalino.

El “movimiento ciudadano” de Javier Sicilia pronto desató en las redes sociales digitales un agitado debate entre los pros y los contras de la marcha. En ambos lados encontré argumentos razonables, expuestos con también razonable actitud, pero pronto fue evidente que esos razonables eran los menos. Las descalificaciones reduccionistas, los maniqueísmos y los insultos, pronto dominaron mi línea de tiempo virtual. Cuando los argumentos mesurados empezaron a ser respondidos sistemáticamente sin mayores razones e incluso con violencia, me pareció evidente que más me convenía desconectarme. Y eso hice.

Al día siguiente leí y escuché los discursos pronunciados en la Plaza de la Constitución. Simpaticé con algunos planteamientos y disentí con otros. De cualquier modo, en términos generales, al promediar las crónicas emocionadas de muchos participantes con los discursos de los organizadores, mi balance fue positivo. No obstante, algo me incomodó. No fue una afirmación concreta, sino de algo más genérico detrás de la manifestación. Algo casi abstracto, me atrevería a decir.

Intentaré explicar ese algo en las siguientes líneas, partiendo de una convicción personal que asumo como premisa en mi argumentación: considero que cada persona percibe y construye la realidad desde su propia experiencia. Esto implica que no me atreva a afirmar que las cosas son de tal o cual modo, y menos ante una realidad tan compleja como el fenómeno de la aborrecible inseguridad que padece hoy este País.

Desde ese supuesto, me parece muy atrevido que un movimiento, por más que tenga un origen ciudadano, se pronuncie en nombre de la ciudadanía, como si ésta fuese una entidad concreta, con un rostro y una visión uniforme de la realidad. Hablar en nombre de la ciudadanía suena bien, pero no es poca cosa. El discurso de Sicilia tiene, no lo dudo, mucho de verdad. Al menos de una cierta verdad. Sin embargo, asumirlo como el llamado de la ciudadanía implica dejar fuera de ese conjunto a todo aquel que no se identifica con su contenido.

Muchas ideas en el discurso promovido por la Marcha Nacional son suficientemente abiertas y plurales como para que cualquier buen ciudadano pueda identificarse con ellas. Sin embargo, esa misma amplitud imprime al discurso un carácter de ambigüedad que permite a cualquiera incorporar adjetivos (y sustantivos y verbos) derivados de visiones concretas y específicas (y subjetivas) de la realidad.

Nada de malo habría en que todos los sectores de nuestra sociedad pudieran agregar al discurso de Sicilia sus propias visiones… siempre y cuando todas esas visiones pudieran coexistir en armonía. Sicilia, me parece, ha sido cuidadoso en términos generales al definir los alcances de su propuesta, pero ese mismo cuidado ha abierto la puerta para que muchos se cuelguen de su movimiento y busquen naturalmente réditos para satisfacer determinados intereses personales.

[En este sentido, una excepción en los planteamientos de Sicilia, desde mi punto de vista, fue la inesperada —al menos para algunos— solicitud de remoción del Secretario de Seguridad Pública. A diferencia de otros planteamientos que bien podían dirigirse a toda la clase política del país, en ese caso Sicilia hizo un señalamiento que, al identificar un nombre, alimenta la rentabilidad política para ciertos sectores o grupos políticos específicos.]

Al final, creo que son muchos los bonos que la Marcha Nacional suma a favor de la sociedad civil. Pero son también muchos los riesgos. Apunto dos, que de alguna manera ya han quedado sugeridos líneas arriba.

Uno, el lucro que ciertos actores políticos buscarán hacer a partir del discurso del domingo. Tengo la impresión de que más de uno de los destinatarios del mensaje de Sicilia, se colgará de sus palabras para enarbolar la bandera de la “ciudadanía”. Y Sicilia y los suyos se verán obligados a desmentir o desmontar de su tren a alguno que otro.

El segundo riesgo, mucho más delicado —me parece—, es la manera en que se procesa un discurso como el de la Marcha Nacional en una sociedad cuyo tejido social se ha descompuesto a través de los años y tiende cada vez más a la fragmentación. Para los defensores radicales del discurso de Sicilia, quien lo cuestione puede ser identificado como un mal ciudadano; concordar con alguna pieza —por mínima que sea— de la “estrategia del Presidente”, lo convierte a uno en traidor, en vendido, en poco inteligente. ¿Así de simple? Insistir en que existe una “voz de la ciudadanía”, entendida como un discurso uniforme o un llamado surgido del consenso absoluto de los mexicanos, me parece no solo ingenuo, sino peligroso.

Javier Sicilia lo ha dicho más de una vez, y en ello concuerdo con él por completo: es urgente reconstruir el tejido social en nuestro País. La alternativa de la descalificación sistemática abona poco en ese camino. En mi perspectiva, el diálogo razonable es la única alternativa viable.